101 Lamas

Es el día de aniversario en el que Budha volvió a la tierra, fiesta en Bután.

Un peregrino viene de hacer 180km a pie, postrándose en el suelo cada cuatro pasos, con zapatos en la mano y un moratón en la frente.

En el patio unos monjes escenifican una ceremonia de exhorcismo de espíritus malvados. Echan fuego en las piernas de nuestro guía, que parece encantado por la buena suerte que eso da, aunque le hayan quemado varios pelos y la bufanda.

Nos infiltramos en una sala donde más de cien monjes rezan, cantan y meditan todo el día. Son niños de entre 5 y 18 años. Sentados en el suelo, sus túnicas rojas y naranjas le dan a la habitación un colorido especial. Cinco de ellos van vestidos de amarillo intenso. Son reencarnaciones de varios lamas, un pozo de sabiduría a su corta edad, no pasan de 6 o 7 años. Según cuentan, nacieron sabiendo tibetano y son capaces de responder a preguntas avanzadas sobre su vida anterior.
Por si fuera poco, cerca de donde nacieron se pudieron observar arco iris y rios en los que fluía leche, y en sus familias normalmente se produce un milagro.

Les observamos durante media hora, les sirven té con galletas, en un cuenco que llevan estratégicamente guardado en algún lugar profundo de su hábito. Uno de ellos se queda dormido, otros juegan con sus galletas, y otros nos miran y se rien.

En un país en el que hay el doble de monjes que de soldados y donde el jefe de los monjes tiene el mismo poder que el rey, estos pequeños lamas son una promesa para el futuro de Bután.

Para nosotros sin embargo son niños traviesos, con una vida por delante hipotecada a la austeridad y rigidez del monasterio, y que están allí no porque ellos quieran, sino porque su familia o la sociedad así lo han decidido.

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